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Sobre este inhabitual freno se basan la mayor parte de las quejas acerca de la ininteligibilidad de los escritos filosóficos, siempre que por otro lado estén presentes en el individuo los demás requisitos culturales para entenderlos. Nosotros vemos en lo dicho la razón de ese reproche tan concreto que se les hace con frecuencia, a saber, que la mayoría de ellos hay que leerlos varias veces antes de poder entenderlos; un reproche que contendría algo tan impropio y definitivo que, de estar fundado, no admitiría réplica alguna.- Se ve claramente, por lo anterior, qué es lo que aquí ocurre. Como la proposición filosófica es proposición, suscita la opinión de que se trata de la habitual relación entre sujeto y predicado, y del comportamiento habitual del saber. Este comportamiento, y la opinión que se tiene de él, quedan destruidos por el contenido filosófico de la proposición; la opinión experimenta que se dice algo distinto de lo que ella opinaba, y esta corrección de su opinión fuerza necesariamente al saber a que vuelva sobre la proposición y la capte ahora de otra manera.
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Una dificultad que debería evitarse consiste en mezclar el modo especulativo y el raciocinante, cuando en un caso lo que se ha dicho del sujeto significa su concepto, mientras que en el otro sólo significa su predicado o accidente.- Un modo estorba al otro, y sólo lograría ser plástica aquella exposición filosófica que excluyera rigurosamente el modo habitual de relacionar las partes de una proposición.
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De hecho, también el pensamiento no especulativo tiene sus derechos, pero su validez no se tiene en cuenta en el campo de la proposición especulativa. Que la forma de la proposición quede superada, no solamente es algo que tenga que acontecer de manera inmediata, por el mero contenido de la proposición, sino que este movimiento contrapuesto tiene que ser proferido; no sólo ha de ser ese freno interior, sino que hay que exponer este regresar a sí del concepto. Este movimiento, que constituye aquello que, en otros casos, debería correr a cargo de la demostración, es el movimiento dialéctico de la proposición misma. Este movimiento es lo único realmente especulativo, y únicamente el acto de proferirlo es exposición especulativa. Como proposición, lo especulativo es solamente el freno interior y el ausente retorno de la esencia a sí. Por eso, en las exposiciones filosóficas nos vemos frecuentemente remitidos a ese intuir interno, ahorrándose así la exposición del movimiento dialéctico de la proposición, que es lo que nosotros pedíamos.- La proposición debe expresar qué es lo verdadero; pero, esencialmente, lo verdadero es sujeto; en cuanto tal, él es solamente el movimiento dialéctico, este curso que se engendra a sí mismo, se dirige por sí mismo hacia adelante, y regresa a sí.- En cualquier otro tipo de conocimiento, la demostración constituye ese lado de la interioridad proferida. Pero después de que la dialéctica ha venido a ser separada de la demostración,48 se ha perdido de hecho el concepto de demostración filosófica.
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A este respecto, puede recordarse que el movimiento dialéctico tiene igualmente proposiciones como partes o elementos suyos; por ello la dificultad señalada parece volver siempre, y ser una dificultad de la cosa misma.- Es esto algo parecido a lo que ocurre en la demostración habitual, cuando las razones en que se fundamenta necesitan ellas mismas a su vez de una fundamentación, y así sucesivamente hasta el infinito. Pero esta forma de fundamentar y de condicionar es propia de ese tipo de demostración, del que difiere el movimiento dialéctico y, por tanto, es propia del conocimiento externo. Por lo que hace al movimiento dialéctico, su elemento es el concepto puro; por eso tiene un contenido que es, de parte a parte, sujeto en sí mismo. Por tanto, no se da ningún contenido de esta clase que se comporte como un sujeto que sirva de fundamento, y al que le advenga su significado como un predicado; inmediatamente, la proposición sólo es una forma vacía.- Fuera del sí-mismo intuido sensiblemente o representado, es sobre todo el nombre como nombre el que designa al sujeto puro, a lo Uno vacío y carente de concepto. Por esta razón puede ser útil, por ejemplo, evitar el nombre de Dios, porque esta palabra no es inmediatamente a la vez un concepto, sino el nombre propiamente dicho, la firme quietud del sujeto que sirve de fundamento. En cambio, el ser o lo Uno, por ejemplo, o la particularidad, el sujeto, etc., indican también ellos mismos, inmediatamente, conceptos.- Aun cuando de aquel sujeto se digan verdades especulativas, el contenido de éstas carece, sin embargo, del concepto inmanente, pues éste sólo está ahí como sujeto inmóvil, y por tal circunstancia esas verdades adoptan fácilmente la forma de lo puramente edificante.- Así pues, también por este lado está en manos de la disertación filosófica misma que se pueda aumentar o reducir el obstáculo que implica la costumbre de captar el predicado especulativo según la forma de la proposición, en lugar de hacerlo como concepto y esencia. La exposición, fiel a la intelección de la naturaleza de lo especulativo, debe mantener la forma dialéctica, y no incluir nada que no venga a ser concebido, y que es el concepto.
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Tan obstáculo es el comportamiento raciocinante para el estudio de la filosofía como la imaginación no raciocinante acerca de verdades establecidas, sobre las cuales su poseedor no cree necesario tener que volver, sino que las pone por fundamento y cree que puede enunciarlas, e igualmente juzgar y condenar mediante ellas. Por este lado, es especialmente necesario que filosofar se vuelva a convertir en una ocupación seria. En todas las ciencias, artes, habilidades y oficios, rige la convicción de que, para poseerlos, son necesarios múltiples esfuerzos de aprendizaje y ejercicio. Respecto a la filosofía, por contra, parece ahora dominar el prejuicio de que, si bien con tener ojos y dedos, y con disponer de cuero y herramientas, no estamos en condiciones de hacer zapatos, sin embargo cualquiera entiende inmediatamente de filosofar y de juzgar a la filosofía, porque posee en su razón natural la medida para ello, como si en su pie no poseyera igualmente la medida de un zapato.- Parece que el haber de la filosofía se sitúa precisamente en la carencia de conocimientos y de estudio, y que aquélla termina donde éstos comienzan. Se la tiene a menudo por un saber formal vacío de contenido, y se está muy lejos de captar que lo que es verdad en cualquier conocimiento y ciencia, también según el contenido, sólo puede merecer ese nombre si lo ha producido la filosofía, y que las demás ciencias, por mucho que lo intenten con el raciocinar en lugar de con la filosofía, no consiguen tener en ellas vida, espíritu, ni verdad, sin la filosofía.
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En cuanto a la filosofía propiamente dicha, vemos que, en lugar del largo camino de la formación cultural, en lugar del movimiento tan rico como profundo por el que el espíritu alcanza el saber, se considera directamente como equivalente pleno -y tan buen sustituto como, por ejemplo, se considera a la achicoria respecto del café- la revelación inmediata de lo divino y el sano sentido común, que ni se ha esforzado ni educado en el verdadero filosofar, ni en ningún otro saber. No es grato observar que la ignorancia y hasta la tosquedad sin forma ni gusto, que es incapaz de retener su pensamiento en una proposición abstracta, y menos aún en la conexión de varias, asegura ser unas veces la libertad y tolerancia del pensamiento, otras la genialidad. Esta última, como es sabido, hizo en otro tiempo tantos estragos en la poesía como ahora en la filosofía; pero si la producción propia de esta genialidad tuvo algún sentido, lo que produjo en lugar de poesía fue prosa trivial o, si fue más allá de ésta, discursos demenciales.49 Así ahora, un filosofar natural que se tiene a sí mismo por demasiado bueno para el concepto y que, por carecer de éste, se considera como un pensamiento intuitivo y poético, lleva al mercado combinaciones arbitrarias de una imaginación que los pensamientos no han logrado sino desorganizar, productos que no son ni carne ni pescado, ni poesía ni filosofía.
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Por contra, al discurrir por el tranquilo cauce del sano sentido común, el filosofar natural produce en el mejor de los casos una retórica de verdades triviales. Si se le reprocha la insignificancia de éstas, entonces asegura, por contra, que su sentido y cumplimiento se encuentran en su corazón, y que por eso también tendría que encontrarse en los demás, puesto que, en general, con la inocencia del corazón, la pureza de la conciencia moral y cosas semejantes, cree haber dicho cosas últimas contra las que no ha lugar a réplica, ni puede exigirse algo más. Pero de lo que se trataba era de que lo mejor no se quedase rezagado en el interior, sino alentarlo a salir de ese pozo a la luz del día. Presentar verdades últimas de esta especie es un esfuerzo que pudo haberse evitado hace mucho, pues pueden encontrarse desde hace mucho en el catecismo, en el refranero popular, etc.- No resulta difícil captar la indeterminación o ambigüedad de tales verdades, y muchas veces hasta descubrirle a la conciencia, en el seno de ella misma, precisamente las verdades opuestas. Cuando esta conciencia trate de salir de la confusión que se ha sembrado en ella, caerá en nuevas confusiones, y llegará a declarar que las cosas son así y así, como está establecido, pero que lo otro son sofisterías: un tópico del sentido común vulgar contra la razón cultivada, como el término ensoñaciones, con que la ignorancia de la filosofía ha estigmatizado a ésta de una vez por todas.- En la medida en que el sentido común se remite al sentimiento, su oráculo interno, ha acabado con quien no esté de acuerdo con él: tiene que declarar que no tiene nada más que decir a aquel que no encuentra ni siente en sí lo mismo; en otras palabras, pisotea la raíz de la humanidad. Pues la naturaleza de ésta consiste en tender apremiantemente hacia el acuerdo con los demás, y su existencia está solamente en la comunidad realizada de las conciencias. Lo antihumano, lo animal, consiste en anclarse en el sentimiento y no poder comunicarse sino por éste.
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Si se preguntara por un camino real hacia la ciencia,50 no podría señalarse ninguno más cómodo que el de abandonarse al sano sentido común y, para ir a la par de la época y la filosofía, leer reseñas de escritos filosóficos, e incluso sus prólogos y primeros párrafos, pues éstos suministran los principios universales sobre los que todo se basa, y aquéllos, junto a la noticia histórica, un juicio, el cual, por serlo, está por encima de lo enjuiciado. Este camino vulgar se recorre en bata; pero el elevado sentimiento de lo eterno, de lo sagrado, de lo infinito, avanza con ropajes de sumo sacerdote: un camino que ya es más bien el mismo ser inmediato en el centro, la genialidad de profundas ideas originales y elevados destellos de pensamiento.51 Pero así como tal profundidad no revela todavía la fuente de la esencia, tampoco estos cohetes son el empíreo. Los pensamientos verdaderos y la intelección científica solamente se pueden ganar con el trabajo del concepto. Solamente él puede hacer surgir la universalidad del saber, que no es ni la ordinaria indeterminación y pobreza del sentido común, sino conocimiento cultivado y completo, ni la extraordinaria universalidad de una disposición de la razón corrompida por la indolencia y la infatuación del genio, sino la verdad que ha florecido en su forma genuina, capaz de constituir el patrimonio de toda razón autoconsciente.
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En cuanto que yo pongo en el automovimiento del concepto aquello por lo que la ciencia existe, la consideración de que los aspectos aquí aducidos, así como otros exteriores, difieren de las nociones de nuestra época sobre la naturaleza y forma de la verdad, y que incluso les son totalmente opuestos, no parece prometer ninguna aceptación favorable a un intento de exponer el sistema de la ciencia en este sentido. Mientras tanto, puedo pensar que si bien, por ejemplo, a veces se cifra la excelencia de la filosofía de Platón en sus mitos,52 científicamente sin valor, también ha habido épocas -que incluso se denominan tiempos de entusiasmo exaltado53- en que la filosofía aristotélica fue apreciada por su profundidad especulativa,54 y en que el Parménides de Platón, ciertamente la máxima obra de arte de la dialéctica antigua, se tuvo por verdadera revelación y expresión positiva de la vida divina,55 épocas incluso donde, entre la mucha turbiedad de lo creado por el éxtasis, este éxtasis mal entendido56 no debía ser de hecho otra cosa que el concepto puro. Por todo esto, puedo pensar que lo excelente de la filosofía de nuestro tiempo pone su valor mismo en la cientificidad,57 y aunque los demás lo tomen de otro modo, de hecho sólo se hace valer por medio de la cientificidad. Por ello, también puedo confiar en que este intento de reivindicar la ciencia para el concepto, y de exponerla en este su elemento genuino, sabrá abrirse paso por la interna verdad de la cosa. Debemos estar convencidos de que lo verdadero tiene la naturaleza de abrirse paso cuando ha llegado su tiempo, y de que solamente aparece cuando éste ha llegado; por eso nunca aparece demasiado pronto, ni tampoco encuentra un público inmaduro. También debemos estar convencidos de que el individuo necesita de este efecto para afirmarse en aquello que todavía no es más que un asunto suyo privado, y para experimentar el convencimiento como algo universal, que por lo pronto pertenece solamente a lo particular. Pero a este respecto, hay que distinguir frecuentemente entre el público, y aquellos que se hacen pasar por sus representantes y portavoces. Aquél se comporta en muchos aspectos de manera distinta a éstos, e incluso de manera opuesta. Mientras que el público se culpa bondadosamente a sí mismo de que un escrito filosófico no le diga nada, éstos, por el contrario, seguros de su competencia, echan toda la culpa al escritor. Su repercusión en el público es más silenciosa que la actuación de estos muertos cuando entierran a sus muertos.58 Si ahora la inteligencia común es en general más culta, su curiosidad más despierta y su juicio se concreta con mayor rapidez, de tal modo que ya están pisando el umbral los que te enterrarán,59 sin embargo, a menudo hay que diferenciar esto de una repercusión más lenta que corrige tanto esa fijación forzada de la atención mediante imponentes aseveraciones, como el reproche despreciativo, y que otorga a unos, sólo al cabo de algún tiempo, un mundo de contemporáneos, mientras que otros, después de esta época, no tendrán posteridad.
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Dado que, por lo demás, en una época en que la universalidad del espíritu se ha fortalecido tanto y la singularidad, como conviene, se ha tornado tanto más insignificante, y dado que también aquella universalidad se mantiene en toda su amplitud y riqueza cultivada y la fomenta, la participación que le corresponde a la actividad del individuo en la obra global del espíritu sólo puede ser pequeña; por ello, como implica ya la naturaleza de la ciencia, tanto más debe olvidarse el individuo de sí mismo, y llegar ciertamente a ser y a hacer lo que pueda, pero también debe exigirse de él tanto menos, cuanto menos puede él mismo esperar de sí y exigir para sí.
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